JULIO CÉSAR – Luciano Canfora

9788434418912Sobre Gayo Julio César (c.100-44 a.C.) suelen hacerse análisis que en ocasiones tienden a la hipérbole. Líder político, caudillo militar, creador de su propia propaganda, mito y leyenda antes y después de los Idus de Marzo. Alfred North Whitehead dijo una vez que la filosofía occidental no deja de ser una serie de notas a pie de página del pensamiento platónico; ¿podríamos pensar en que el cesarismo fue la hoja de ruta de militares y políticos en los últimos veinte siglos? Etiquetas reduccionistas al margen, lo cierto es que la memoria y el exemplum de César han estado presentes, de un modo u otro, en el pensamiento y la praxis política de la historia universal desde hace mucho tiempo. Pero, ¿qué César tenemos en mente? ¿El ambicioso y escurridizo político popularis que tiene su propia agenda? ¿El insaciable conquistador de las Galias o el hombre que lucha por defender su dignitas y en defensa de los tribunos de la plebe, y que al cruzar el Rubicón se pone al margen de la ley o la defiende de esa factio paucorum que ha tratado de subvertirla a su antojo? ¿El hombre que aspiraba a la tiranía (adfectatio regni) o el salvador y purificador de la República? ¿El autor de unos Commentarii que eran mucho más que una serie de despachos oficiales enviados al Senado y/o una «versión» de la (interminable) guerra civil de los años 49-45 a.C., o el furioso inspirador de un panfleto en contra de Catón (Anticato), su más irreductible enemigo y símbolo de una manera de entender la República a la antigua usanza? ¿El pérfido procónsul que causó un genocidio en las Galias o el talentoso comandante militar que en la gran rebelión gala del año 52 a.C. realizó las más impresionantes obras de poliorcética hasta entonces conocidas por los romanos? Probablemente en César haya muchos Césares (y algún Mario, parafraseando a Sila), y bastantes de ellos (por no decir todos) sean los anteriormente prefigurados. Bertolt Brecht, mientras preparaba su inacabada novela Los negocios del señor Julio César, anotó: «Escribiendo el libro de César debo estar atento a no creer ni siquiera por un instante que las cosas tuvieron que suceder por fuerza como han sucedido» (Arbeitsjournal, 23 de julio de 1938; publicados en Frankfurt del Meno en 1973). Que Luciano Canfora comience su (no estrictamente) biografía Julio César. Un dictador democrático (Ariel, 2014 [1999]) no es fruto de la casualidad, sino una primera conclusión: hay mucho que decir y mucho que entresacar de fuentes, historiografía y mitos sobre Gayo Julio César. 

Estamos, de entrada, ante una biografía que no se ciñe exclusivamente a este género, y aun así adopta sus ropajes. Como la biografía plutarquiana del personaje, Canfora inicia su relato con el joven César huyendo de Sila, durante los tiempos de la dictadura de éste. A lo largo de los diversos capítulos, y a medida que avanza la «vida» del personaje se analizan múltiples aspectos. No voy a tratar de resumir y/o glosar los contenidos del libro en esta reseña, lo anticipo. Por otro lado, y esta es un aviso a navegantes, esta no es una biografía para neófitos en la materia. Canfora realiza una profunda crítica textual y presupone en el lector algunos conocimientos previos: no se va a detener a explicar conceptos, instituciones, procesos o incluso a presentar a los diversos personajes. A ratos puede parecer una lectura algo densa, teniendo la sensación el lector de que se pierde algunos detalles; yo mismo tuve esa sensación al leer la primera edición castellana de este libro en 2000, y sin embargo ya me pareció entonces un libro que convenía releer pasado un tiempo. El tiempo, más el bagaje de lecturas, me ha permitido disfrutar de esta relectura, induciéndome a reflexionar sobre muchos y diversos aspectos que aparecen en este libro. Algunas de esas reflexiones son las que planteo en lo que queda de una reseña que me temo que va a ser algo diferente a lo que habitualmente suelo escribir. Pues el libro lo merece.

1.- César y los populares. Tendemos a ver las facciones políticas de la República romana, especialmente en su último siglo, como compartimentos estancos. Populares y optimates, dos grandes bandos enfrentados. Ya José Luis Romero en su tesis doctoral (recientemente reeditada por Fondo de Cultura Económica e incluida en el volumen titulado Estado y sociedad en el mundo antiguo) hablaba de las diferencias en el seno de la nobilitas de la época de Escipión Emiliano y los Gracos, a mediados del siglo II a.C., y hablaba, en el seno de quienes apoyaban a estos últimos, de una «generación ilustrada» o de «Ilustración» a secas para distinguirlos de sus opositores (y a los que se uniría un «ilustrado» como Escipión Emiliano, cuñado y primo de los dos hermanos tribunos de la plebe); y la propia distinción reflejaba la propia artificialidad de las facciones de la época. Una artificialidad que, en cierto modo, remite a la temporalidad de las facciones políticas: cada político en danza y con cierta influencia en el Senado y entre los votantes de las primeras dos clases formaba sui propia factio, adaptada a una serie de circunstancias determinadas que no eran inmutables y que podían variar en sus intereses y actuaciones en función de la agenda política. Si miramos a los políticos del siglo I a.C. encontraremos alianzas (amicitiae) cambiantes, aunque dentro de unos parámetros ideológicos más o menos estandarizados.

Quizá el caso de volte-face constante y más evidente sea el de Pompeyo Magno: hijo de un cónsul ambicioso y de orígenes provincianos (Picenum), Pompeyo levanta la bandera de Sila cuando este desembarca en Italia en el año 83 a.C., si bien los lazos políticos con la factio de Cinna en los años precedentes habían sido más que evidentes (matrimonio de conveniencia o de “última llamada” con la hija de un pretor cinnano que consiguió su absolución en un proceso político). Silano durante la dictadura, aunque cada vez más alejado del dictador por sus propias ambiciones –Jérôme Carcopino, en Sylla ou la monarchie manquée (1931) establece (o fabula con) la conexión de Pompeyo con los Metelos (principal soporte de un dictador que no logró construir per se una factio política propia) para defenestrar a Sila cuando este, según él, trataba de establecer una cuasi monarquía en Roma–, la carrera posterior de Pompeyo alterna durante la década de los años 70 a.C. entre el servicio interesado al Senado (mandos extraordinarios contra Lépido y Sertorio) y la adscripción a los conservadores que trataban de mantener incólume la «constitución» silana  con simpatías (también interesadas) con las demandas populares (¿o populistas?) de restablecer los poderes de los tribunos de la plebe (si bien Sila no les había arrebatado el más importante: el veto o ius intercessionis, aunque, claro está, limitó su alcance). Cónsul popularis en el año 70 a.C. junto a Craso, apoyó esta restauración tribunicia y en la década siguiente abandonó el barco optimate para, tribunos de la plebe mediante, conseguir nuevos y aún más extraordinarios mandos militares (campaña pirática, campaña mitridática, con un imperium maius como espolón de proa). Tratando de encontrar apoyo entre los conservadores a su regreso de Oriente a sus acta provinciales, Pompeyo se acercó a Catón, encontrando sólo rechazo, y lanzándose entonces a los brazos de César y (de mala gana) Craso para poner en pie una amicitia privada con consecuencias en lo público: el mal llamado «primer triunvirato» que decidió y repartió consulados y provincias durante la mayor parte de la provincia de la década de los años 50 a.C. entre los tres hombres y sus aliados; la rúbrica sería en el más tradicional de los mecanismos políticos de la amicitia: el matrimonio de Pompeyo con Julia, hija de César. La ruptura del pacto, tras la muerte de Craso en el desastre de Carrae y la muerte de Julia (53 a.C.), y a pesar de los intentos de César de renovarlo con otra oferta matrimonial (su sobrina nieta Octavia), se produjo sin embargo paulatinamente, con el acercamiento de Pompeyo a los catonianos (cada vez más desconfiado de un César que se igualaba  a él en cuanto a gloria militar con sus campañas galas), y puede cimentarse en su designación como cónsul sine collega en el año iniciado sin cónsules designados y tras los disturbios producidos por el asesinato de Clodio (52 a.C.). Una alianza, con todo, más endeble que la mantenida con César, pues ni Pompeyo se fiaba de Catón y los suyos, ni éstos de él; y que también quedó rubricada con el matrimonio de Pompeyo con Cornelia, hija de Metelo Escipión, a quien no casualmente designó como colega consular para los últimos meses de ese convulso año.

Se podrá argüir, sin embargo, que Pompeyo era un caso excepcional. En parte, pero su permeabilidad y provisionalidad evidenciaban, aunque con más ruido, la sutil naturaleza de las alianzas cambiantes que, sólo con echar la vista atrás, encontramos en la época de los Gracos, e incluso antes: Tiberio Sempronio Graco pater «cambió de bando» al casarse con la hija de Escipión el Africano y a lo largo de su matrimonio con ésta no mantuvo una línea política inamovible; e incluso un político voluble como Lucio Marcio Filipo, a un tiempo tribuno de la plebe al servicio de Gayo Mario y un tiempo después cónsul (91 a.C.) arremolinado en el sector más conservador (su hijo, aliado de César y futuro padrastro de Octaviano, valoró más la no adscripción furibunda a una facción, a pesar de ser motejado de epicúreo y piscinarius, considerado un diletante para su yerno Catón y abrazando la doctrina de «nadar y guardar la ropa»). De este modo, pues, podemos concebir las etiquetas «populares» (hombres cercanos al pueblo, favorables al pueblo) y «optimates» (hombres excelentes, los mejores hombres u hombres buenos, llegando al concepto ciceroniano de los boni) más como lemas y elementos de propaganda en autores como Cicerón y Salustio (ambos, no casualmente, políticos en algunas etapas de su vida). Pero etiquetas de grupos no necesariamente estancos: al contrario, había diversas facciones entre los populares e incluso entre los optimates. Pongamos un ejemplo para la supuesta «representatividad» de estos últimos.  En la votación que el tribuno de la plebe Curión (comprado por César) impone a finales del año 50 a.C. acerca de forzar a los dos procónsules en liza, César en las Galias y Pompeyo en Hispania (aunque asentado desde el inicio de su mandato en las afueras de Roma, una anomalía que no pareció causar problemas a Catón y los suyos una vez lo «ficharon»), a abandonar sus poderes y mandos militares, los resultados fueron abrumadoramente a favor de la moción del tribuno: 370 senadores a favor, 20 (o 22 según Plutarco) en contra. Estos 20 (o 22) senadores eran el grupo de Catón, Bíbulo, Metelo Escipión, Ahenobarbo, Léntulo Crus, Marcelo y demás que estaban radicalmente decididos a que César fuera despojado de sus poderes y, proceso político mediante, condenado. Como comenta Canfora, «si se tiene en cuenta que era bien sabido por todos quién era y de qué parte estaba [Curión], este episodio deja claro lo exigua que era la base “parlamentaria” de la factio, incluso ahora que se apoyaba cada vez más en Pompeyo. No hay que olvidar que la masa de los senadores era una materia inestable y poco propensa a tomar posiciones sectarias: sus comportamientos no son previsibles de manera automática» (p. 137). Ello ni impidió, no obstante, que Léntulo Crus y Marcelo (cónsules electos del año siguiente) acudieran a la villa de Pompeyo en las afueras y le ofrecieran, oficiosamente, el mando de la guerra contra César. Una aparatosa escena que ignoraba el resultado de la votación en el Senado y que a pasos agigantados conduce, en las semanas siguientes, a la declaración de César como hostis publicus.

Pero volvamos a César. Una idea que subyace en el libro de Canfora es la etiqueta permeable de César como político popularis. De hecho, si algo podemos achacarle a César a lo largo de su carrera política es que no se enroca en el escenario político, adaptándose según sus propias ambiciones y la agenda del momento. Desde luego, la influencia que César pudiera ejercer sobre los políticos populares fue gradual (y cambiante) a medida que su propia figura adquiría cada vez más poderes. Patricio de origen aunque vinculado familiarmente a Mario, Cinna y los populares de viejo cuño, ya de joven César toma decisiones: una de ellas fue no subirse al carro de la revuelta de Lépido durante su consulado (78 a.C.) y al año siguiente, aunque su cuñado Cinna junior se lo planteara. Pero con la propia decisión de negarse a la orden de Sila de divorciarse de su esposa Cornelia, hija de aquel Cinna senior, unos años antes, César dejaba claro contra quién estaba. La restauración de los monumentos en honor de Mario en el foro durante su edilidad (65 a.C.), las laudationes funebres en el mismo escenario sobre su tía Julia (viuda de de Mario) y sobre Cornelia, fallecidas en el año 69 a.C. y la campaña para restaurar los poderes tribunicios en la década anterior, y en la que César fue el hombre en la sombra de Craso durante su consulado del año 70, nos ponen en antecedentes de en qué filas militaba César. Con todo, conviene no idealizar el rol de César entre los populares, básicamente porque él no lo hacía: en su carrera hacia el poder, siempre supo con qué bases populares contaba, y las modeló y utilizó a conveniencia, pero también sabía que había que superar «la vieja y tradicional política popularis». Canfora lo comenta y es un argumento sólido: «ser consciente de que con aquella base social no se llega lejos, pero no poder prescindir de ella» (p. 46). Era el sobrino de Mario y el yerno de Cinna y ambas referencias le acompañaron al menos hasta el consulado del año 59 a.C. Para entonces, como forjador en la sombra de la amicitia privada con frutos públicos con Pompeyo y Craso, como cónsul en ejercicio (mientras que sus socios eran privati; ricos y con clientelas, pero sin los mecanismos del Estado a su alcance) y habiendo logrado un proconsulado de larga duración y con varias provincias (Galias Cisalpina y Narbonense e Iliria) a su disposición (junto con la potestad de reclutar cuantas legiones necesitara y la oportunidad para extender su clientela personal), César era una figura descollante. Por encima de Clodio, a quien no se puede permitir el lujo de ignorar o enfrentársele, sin embargo, y de otras figuras populares (de diverso pelaje) y ascendientes como Curión, Celio o Antonio. Y, cómo no, en plano de igualdad con Craso, el gran patrón popularis, de quien fuera en cierto modo una eminencia gris en la década precedente, pero a quien ahora puede modelar a su conveniencia.

Para llegar a esa posición, César ha jugados bien sus cartas: apoyo al eventual popularis Pompeyo y a los tribunos de la plebe Gabinio y Manilio que, mediante leges aprobadas por el pueblo, otorgaron a aquel los grandes mandos extraordinarios de los años 66-62 a.C.; apoyo, equidistancia y luego rechazo respecto a Catilina y la intentona revolucionaria del año 63 a.C.; y, por último, adquisición de una posición respetable e influyente como pontífice máximo y pretor durante la crisis catilinaria, saliendo de la misma reforzado, aunque sin despejar las dudas sobre su participación (en esto Cicerón, en cartas posteriores, tampoco desterró los nubarrones, aunque por interés propio procuró no soltar la liebre). Respecto a la conjura catilinaria, Canfora, leyendo entre líneas a Salustio en relación con la llamada «primera conjura» de Catilina (66-65 a.C.), en el capítulo VII del libro (“En la conjuración y más allá de la conjuración”) sugiere que la leyenda negra sobre la implicación cesariana en la misma quizá no estuviera tan desencaminada: que el plan de Catilina, tras fracasar en las elecciones consulares del año 65 a.C., de crear las condiciones para dar un golpe, situar a Craso como dictador y a César como su lugarteniente, para así poder llevar a cabo sus proyectos de revuelta social y financiera, quizá no sea el rumor que se había propagado sin fundamento Suetonio (Div. Iul., 9) menciona el episodio, que se produjo precisamente durante la edilidad de César, e incluso cita varias cartas de Cicerón, lo cual mostraría que el proyecto era conocido. Salustio, en cambio, achaca la responsabilidad de esa intentona en Catiliana y no implica (ni menciona) a César (tampoco a Craso; Con. Cat., 18); en su relato, el golpe sólo implicaba a Catilina y a los dos candidatos consulares para el año 65 condenados por corrupción electoral, y a quienes Catilina colocaría en la silla curul. El plan, según Salustio, implicaba a Gneo Pisón, uno de los cuestores de ese año, a quien se enviaría a Hispania para hacerse con el mando de las legiones acantonadas allí. La cosa quedó en agua de borrajas, según Salustio y tras haber aplazado el golpe, «dado que aún no se habían reunido los suficientes hombres armados» (ibidem 18, 9). Ambos autores mencionan a Pisón y le implican en la conjura, de una manera u otra, pero, y en ello Canfora incide, el relato de Salustio resulta «incongruente»: es evidente que, escribiendo con mucha posterioridad a los hechos (después del asesinato de César, al menos veinte años después de los hechos), el historiador «cesariano» trata de proteger a su benefactor; pero que Suetonio mencione el asunto, lo desvincule de Catilina y cite otras fuentes (Tanusio Gémino, Bíbulo, Curión padre y Marco Actorio Nasón), ligando la trama de Pisón directamente con Craso (e implícitamente con César, su «mente política»), deja fundadas sospechas sobre la participación de César.

Catilina y Clodio, aunque enemigos personales, encarnaban los sectores más revolucionarios de los populares. Catilina al margen de los populares, de hecho, aunque la sospecha de que Craso era su protector nunca se abandonó; que, en el consulado de Cicerón y ya pasado Catilina a la acción rebelde, el propio Craso se presentara en casa del cónsul y le presentara unas cartas que evidenciaban los planes de Catilina de provocar disturbios en la ciudad, no deberían dejarnos olvidar cómo era posible que Craso tuviera acceso a esas cartas. Craso trataría entonces de desvincularse de Catilina y, en cierto modo, lo haría también César en las sesiones del Senado que habrían de decidir el destino de los conspiradores arrestados. Catilina le debía dinero a Craso (como tantos senadores) y éste no fue inmune a los planes de aquel, e incluso pudo propiciarlos. Sólo cuando la causa catilinaria apeló a medidas como la cancelación de deudas y la liberación de los esclavos –y cuando los rumores de la implicación del rico patrono en la conjura eran demasiado escandalosos como para poder ignorarlos–, Craso acudió a Cicerón, que vio su oportunidad, cogió las cartas y pudo seguir adelante con la represión del movimiento catilinario. Es de suponer, pues, que el precio pagado por el cónsul fue echar tierra sobre la implicación de Craso, y también de César, en todo el asunto.  Si Catilina fue fácilmente manipulado y desechado, la relación con Clodio sería más compleja. Mientras que el programa de Catilina entraba en los terrenos de la revolución, el de Clodio durante su tribunado de la plebe (58 a.C.) tiende a la radicalización, previa connivencia con César –que facilitó, como pontífice máximo, su paso de la condición patricia a la plebeya– durante su consulado. Ausente César en las Galias, Clodio lideraba una parte de los populares (los pertenecientes a las clases censitarias más humildes), con Celio, Curión y Antonio a medio camino entre éste y César. El procónsul no perdió de vista la situación política en Roma e incluso comenzó a considerar a Clodio un estorbo en los años 57-56 a.C. (así, auspició el retorno de Cicerón de su no suficientemente sobredimensionado exilio) y terció en la pésima relación personal entre Pompeyo y Craso. Consecuencia del dominio cesariano de la agenda política en Roma fue la llamada «conferencia de Luca» (56 a.C.), en la que convocó a sus socios para renovar el pacto privado, asegurarse para ambos el consulado del año siguiente (apartando del camino a un rival peligroso como Lucio Domicio Ahenobarbo, que aspiraba a arrebatarle el mando gálico a César, apelando a la clientela de su familia en la provincia Narbonense) y prorrogar su propio mandato en las Galias; al menos un centenar y medio de senadores, con el propio Cicerón, acudieron a Luca para ser testigos de la conferencia, una situación que evoca en quien esto escribe conferencias más actuales como la de Potsdam en julio y agosto de 1945 por el interés de la prensa acreditada en seguir las negociaciones entre Stalin, Truman y Churchill (sustituido en el ínterin por Attlee), otra «cumbre a tres bandas».

Nos podríamos preguntar, sin embargo, si César perdió el contacto con sus bases populares. Queda claro que a lo largo de su proconsulado en las Galias, y a excepción de la gran rebelión gala del año 52 a.C., que coincidió con los disturbios en Roma tras el asesinato de Clodio, César, mediante sus agentes y su relativa cercanía a la capital desde la Cisalpina, estuvo al quite de lo que sucedía. La conferencia de Luca es la muestra evidente de que, cuando vio que la alianza con Pompeyo y Craso podía verse en peligro, reaccionó a tiempo. Los avatares en la Galia Comata de los años 54-53 a.C. con la insurrección de Ambiórix, la destrucción de una legión y el asedio al campamento de Quinto Cicerón, apartaron durante un tiempo a César de Italia, pero pasó el siguiente invierno en la Cisalpina. Los sucesos del año 52 a.C., con la gran rebelión liderada por Vercingetórix, le mantuvieron al margen de manera permanente. No pudo influir en la situación posterior al asesinato de Clodio a principios de ese año. Con Clodio fuera del escenario (en cierto modo un alivio), con Antonio como cuestor en la Galia, con la crisis de los clodianos en Roma (Salustio, Munacio Planco Bursa, Pompeyo Rufo… todos ellos dependientes de César), con Celio conspirando con Milón y con (aparentemente) Curión al margen (hasta que fuera comprado al año siguiente para ser el defensor encubierto de César como tribuno de la plebe, una jugada à la pompeienne pero más disimulada: por otro precio consiguió a uno de los cónsules del año 50 a.C., Lucio Emilio Lépido Paulo, aunque resultaría inoperante ante la ferocidad de su .colega, Gayo Marcelo, primo de quien sería cónsul para el 49)… los populares tenían en César a su principal adalid. Pero estaba lejos. ¿Cómo fue la relación entre ellos? Que algunos de los populares como Antonio y Curión se unieran claramente a César, mientras Celio jugaba por su cuenta (y provocaría una importante crisis estallada la guerra civil), y el resto apartado o ninguneados, dan un paso adelante las criaturas de César en las Galias: legados como Décimo Junio Bruto (sin parentesco con el otro Bruto), que destacó en la campaña contra los vénetos, o Gayo Trebonio (el tribuno de la plebe que prorrogó el mandato gálico de César en el año 55 a.C.), que vivieron de cerca la autocracia de César en las Galias, que con «militancias» populares que no estaban reñidas con la adhesión al procónsul, que los enriqueció y cubrió de honores por sus servicios. A ellos se uniría Antonio como cuestor en el año 52 a.C. y que después asumiría el tribunado de la plebe del año 49 a.C. (relevando en el cargo a Curión).

En cierto modo, Antonio, Trebonio y Décimo Bruto evocan a los mariscales de Napoleón: hechuras de un procónsul y comandante militar que ha creado una base de poder en las provincias (o, en esta anacrónica analogía napoleónica, la campaña italiana) y tiene a su disposición ejércitos bregados en la guerra. Celio, jugando con el legado catilinario (cancelación de deudas) y la sublevación radical del año 48 a.C., pronto sería destruido. Para cuando César regrese de Egipto, Siria y el Ponto, en el otoño del año 47 a.C., los populares de viejo cuño prácticamente habrán desaparecido: muertos en el desierto como Craso, barridos por la represión que siguió al asesinato de Clodio, eliminados como Celio. Los «mariscales» de César en las Galias asumirán el espacio vacío y, ante la dictadura cesariana cada vez más autocrática, tomarán decisiones. Eran hombre de César, pero con César dictador (y ya no procónsul) había menos posibilidades de medrar… a la antigua usanza. Quizá esta sea una de las paradojas del período: apoyando a César, comandando sus legiones y nutriéndose de sus favores, los cesarianos como Trebonio, Décimo Bruto y Antonio (aunque este jugó en otra liga), confiaban en asumir honores y magistraturas a la antigua usanza; pero para cuando César fue el único que quedó en pie, empezó a verse que los viejos tiempos ya no volverían. Los honores que recibirían esos hombres, las preturas y consulados designados con antelación o sufectos, parecían un botín escaso y, además, no ganados a esa antigua usanza, sino concedidos por César vencedor… y César dictador. Cuando quedaba claro que seguirían siendo peones del tablero cesariano, y no jugadores autónomos, hombres como Trebonio, Décimo e incluso Antonio empezaron a pensar en un horizonte sin César. Y de ahí a la conjura de los Idus de Marzo apenas había un paso.

2.- La interminable guerra civil. La guerra iniciada con el cruce del Rubicón por parte de César y cinco cohortes en enero de 49 a.C. tuvo varios finales… pues hubo varias guerras civiles. No andaríamos muy desencaminados si concluyéramos que continuó incluso después de la muerte de César: para las mentalidades de la época quedó claro que Filipos (octubre de 42 a.C.) fue la tumba de la República, pero aún hubo enemigos de César –que su hijo adoptivo, «otro» César, heredó y que duraría, en cierto modo hasta Nauloco (36 a.C.) con la derrota naval de Sexto Pompeyo o incluso Actium (septiembre 31 a.C.) y la toma de Alejandría (al año siguiente), cuando los últimos anticesarianos que quedaban, y que se habían unido a Antonio, fallecieron de muerte natural (Gneo Domicio Ahenobarbo, que heredó la inimicitia de su padre, muerto en Farsalia) o la ejecución de Casio de Parma, último de los asesinos de César que quedaban con vida. Canfora dedica un capítulo a la «larga guerra civil» (el XXVI), y que trata las campañas de Tapsos (46 a.C.) y Munda (45 a.C.), muy diferentes en su concepción y en la del propio enemigo. Pero de hecho la guerra civil iniciada en el 49 a.C., y que culmina en Farsalia (agosto de 48 a.C.),  es una campaña que difiere de las posteriores: «una cosa es la guerra “pompeyana”, que acaba con la muerte de Pompeyo, y es reemprendida casi tres años más tarde, por sus hijos. Otra es la guerra “republicana” de Catón. La diferencia entre las dos perspectivas –si bien ofuscada por el hecho de que el adversario que haya que vencer sigue siendo de todos modos César– se advierte mejor si se considera que, sucesivamente, entre Sexto Pompeyo y los “liberadores” (como los cesaricidas se hacían llamar) no se constituyó ningún frente. Y del 43 en adelante los cesarianos libraron dos guerras por separado. Es más, en cierto modo, la de Sexto Pompeyo será una guerra de Octaviano: una continuación de la guerra “pompeyana” en la que se habían enfrentado los respectivos “padres”» (p. 218).

La idea que introduce Canfora es interesante: una larga guerra civil, interminable en cierto modo, y que afecta a diversos rivales contra un mismo enemigo, César (y su heredero). Surge también una reflexión implícita: ¿quiénes son los rivales en liza, bajo qué nombre y cómo están agrupados? Tenemos claro que César fue el rival a batir, ¿pero cómo definir bajo una misma etiqueta a sus enemigos? Es prácticamente imposible, pues, como Canfora deja entrever, hubo una sucesión de rivales, todos ellos anticesarianos pero no necesariamente unidos por un mismo ideal o unos mismos objetivos. Que Pompeyo es el adversario de César hasta Farsalia, no queda duda, y de hecho, el primer año y medio de guerra civil, hasta esa batalla, se definen por unirse los anticesarianos bajo el escudo de Pompeyo para poder derrotarlo. Es una etapa compleja en la que César lucha en diversos y sucesivos frentes (Italia, Hispania, Grecia), con sus partidarios triunfando en alguno (Sicilia) o siendo derrotados en otro (África). Una etapa en la que César asume el rol del rebelde que sorprende a sus enemigos al conquistar con (relativa) facilidad Italia, el centro del mundo romano, asumiendo magistraturas y cargos (la dictadura) por su cuenta y riesgo y con un Senado cercenado que apenas le hace frente, mientras que (se supone) la legalidad e incluso la legitimidad institucional permanece en manos de quienes huyen de Italia: los cónsules Léntulo Crus y Marcelo, el procónsul Pompeyo y gran parte de un Senado que se traslada al otro lado del Adriático. Cuando empiece el año 48 a.C., con César como cónsul (y dictador), la legitimidad de la que gozaban sus enemigos huidos se diluirá: elegido en Roma y con el apoyo de la parte del Senado que se ha quedado en la ciudad –aunque sin Cicerón, que dudó pero finalmente se negó a legitimar el Senado que César «protege» y se marcha a Grecia a unirse a Pompeyo–, César representa la legalidad que asumieron sus enemigos el año anterior y que, convertidos en privati, formalmente se convierten entonces en los rebeldes, demostrándose errónea la estrategia de Pompeyo de abandonar Italia al enemigo.

Una estrategia de Pompeyo que a priori era sencilla: aislar a César en Italia, con las legiones hispanas y los ejércitos de clientes orientales, arrebatándole el grano africano y desgastándole. El problema fue que se partía de la base de que César no sabría reaccionar o se mantendría inmóvil, y si algo demostraron las campañas en las Galias es que César actuaba celeriter (con rapidez) y metódicamente. La frase de César de luchar primero con unos «ejércitos sin general» (en Hispania) antes de hacer frente a un «general sin ejércitos» (en Grecia) demostraría ser algo más que una baladronada. Rompiendo la tenaza que se cernía sobre él, César se adaptó mejor a la guerra, venciendo primero a los legados de Pompeyo en Hispania (Afranio y Petreyo) antes de dirigirse al Épiro y de ahí a las llanuras de Tesalia, cuando no pudo provocar una batalla en Dyrrachium. Pompeyo basó su estrategia en la superioridad de fuerzas y en la búsqueda de un campo de batalla perfecto para sus legiones; César se adaptó al medio y venció a Pompeyo con las armas que tenía: disciplina, movilidad, rapidez y una causa más fuerte que la defensa de un sistema corrupto, y que era la adhesión personal de sus soldados a su «causa». Pompeyo, que llevaba quince años sin entrar en combate, pronto quedó sorprendido por la rapidez de movimientos de César, perfeccionada en las campañas galas.

Pompeyo era consciente de ser considerado un simple militar al servicio de un bando que, amparándose en la legalidad y la institucionalidad republicanas, se desharían de él sin reparos. En el libro III de sus comentarios sobre la guerra civil (De bello civili), César muestra las disputas internas en el bando de los «pompeyanos»… aunque difícilmente hombres como Bíbulo (que caería pronto), Catón, Ahenobarbo, Metelo Escipión, Léntulo Crus o Bruto se considerarían «pompeyanos», especialmente en la víspera de la batalla de Farsalia, cuando Metelo Escipión y Ahenobarbo se disputaron el pontificado máximo de César… como si este ya hubiera muerto. Pompeyo era refractario a plantear batalla, a pesar de los apremios de Catón y los demás… ¿cómo definirlos? ¿Republicanos? También lo eran los que se quedaron en Italia y decidieron o bien aceptar tácitamente el dominio de César, o bien no implicarse en la guerra; o bien, como Cicerón, por ejemplo, mostrarse disconformes con el proceso bélico y que no decidieron partir a Grecia hasta pasados unos cuantos meses). ¿Boni, por emplear el concepto acuñado por el propio Cicerón años antes? Sin duda, ellos se consideraban los defensores del sistema republicano a la antigua usanza, y de hecho sólo la animadversión hacia César unía a personajes de filiación tan diversa como Cicerón, Catón, Pompeyo… o Labieno, que traicionó a César justo después del paso del Rubicón. La derrota en Farsalia, en cierto modo, clarifica las cosas y, especialmente, la muerte de Pompeyo en Egipto: sin éste, Catón, Metelo Escipión, Afranio, Petreyo, Labieno y su aliado el rey númida Juba  pueden presentarse en África, reconstruyendo un nuevo ejército, como los defensores sin fisuras de la República frente a César… y sin la incómoda presencia de Pompeyo (además de las bajas de Ahenobarbo en Farsalia y Léntulo Crus  también en Egipto). La campaña de Tapso en el año 46 a.C. puede ser vista como la guerra que no fue en los años anteriores (la República contra el rebelde y usurpador), con Catón como su ideólogo; que César se vea obligado a utilizar la propaganda con especial insistencia (incluyendo la idea de que un Escipión luchando en sus filas podrá vencer, como en el pasado, al salvaje enemigo africano, Juba). La campaña hispana que termina en Munda, sin embargo, ya es diferente: los hijos de Pompeyo y Labieno son los últimos «republicanos» que pueden enfrentarse a César, que han derrotado a sus procónsules y gobernadores destinados a la región (Trebonio, por ejemplo) y que realmente ponen en un brete al dictador. Hasta entonces, incluso con Catón de no haberse suicidado en Útica, César apeló e hizo uso de su clementia… pero en Munda ya no. Munda simboliza el hartazgo de César ante una guerra que no parece terminar nunca… y que de hecho no terminó allí. Murió Labieno en combate, le trajeron a César la cabeza de Gneo, el hijo mayor de Pompeyo, pero el menor, Sexto, se escapó y pronto inició su propia guerra de guerrillas en el Mediterráneo occidental… mientras en el Adriático y el Jónico el hijo de otro enemigo muerto, Gneo Domicio Ahenobarbo, mantiene una flota, ahora «rebelde», y en Siria la rebelión de Cecilio Basso continuará hasta que Casio la reprima en el año 43 a.C. La guerra civil continuará después de la muerte de César, que a pesar de sus escandalosos triunfos sobre enemigos romanos tras Tapso y Munda, no puede cerrar la brecha creada tras el paso del Rubicón. Octaviano y Antonio heredarán estos restos de la guerra civil, incluso después de Filipos y el castigo a los cesaricidas.

3.- Clementia cesariana. Mientras que Sila usó la proscripción como método para eliminar a sus enemigos tras la batalla final de Porta Collina (noviembre de 82 a.C.), César hizo gala de una clementia que asumió como lema y programa político: clemencia para los enemigos que se le rendían y que le sirvió para lograr la conquista de Italia y para atraerse a los adversarios menos recalcitrantes o timoratos (como Cicerón) o a aquellos contra quienes había combatido y que, una vez abatida la factio paucorum, perdonar graciosamente (caso de Bruto y Casio después de Farsalia, o de Marcelo y Ligario en sendos procesos en el Senado, defendidos ambos por Cicerón, en el año 45 a.C.). La clemencia fue la carta jugada por César en la guerra de los años 49-45 a.C., aunque hasta cierto punto: no la hubo en Munda. Clemencia frente a la tendencia de sus enemigos para dejar entrever que se apelaría a ella una vez fuese (o se confiaba en ser) derrotado; así, Pompeyo no descartó la proscripción y un poder dictatorial como Sila, y Cicerón, criticando su proceder en algunas de sus cartas, incluso deja caer que Pompeyo sullaturit animus eius et proscripturit iam diu [«tanto desea su espíritu imitar a Sila y dedicarse a las proscripciones»; Ad Att., IX, 10, 6] (nótese el neologismo al más puro estilo ciceroniano: sullaturit); por no decir la frase que en ocasiones dijo Pompeyo: Sulla potuit, egon no potero? («Sila pudo, ¿no voy a poder yo?»). Ya en una carta a Ático de marzo de ese año, Cicerón comentó: Gnaeus noster Sullani regni similitudinem concupivit («nuestro Gneo desea imitar el poder de Sila»; Ad Att., 9.7.3).

El recuerdo de las matanzas de Sila aún estaba fresco en la memoria de los protagonistas de la guerra del 49: habían vivido treinta años antes los momentos de persecución de los enemigos políticos. Y persistían resquicios de la legislación silana, en especial la espinosa cuestión de los proscritos. La represión en este ámbito significaba sobre todo la perdida de la ciudadanía de estos proscritos (y de sus descendientes), incluidos sus bienes y el nombre, además de la prohibición de acceder a los cargos públicos para sus hijos. Esta represión institucional permaneció hasta Cesar y su primera dictadura en el 49. Apenas nadie, en los treinta años posteriores a la muerte de Sila, habló en su favor: ni Cicerón siquiera, que pasó siempre de puntillas sobre el tema, interesado en la defensa del status quo de dominio senatorial. Cesar, en cierto sentido heredero de Sila, revocó esta última disposición que aún permanecía de la legislación silana. La crudelitas silana fue sustituida por la clementia cesariana, no sólo una actitud ante la vida y los horrores de la guerra, sino toda una ideología política que, sin embargo, le costó la vida a César. Pompeyo en cambio, podría haber resucitar la sullanitas si hubiera triunfado (si tenemos en cuenta el testimonio de Cicerón, claro está).

El ejemplo de Sila, con su marcha sobre Roma, la dictadura, las proscripciones, sus leyes, su retiro del poder… influyó en el discurso político-ideológico de los contendientes del 49 a.C., y en sus herederos (Octaviano y Antonio). César cruzó el Rubicón dando paso a una guerra civil y para rescatar la Republica de la tiranía de unos pocos: los boni –si seguimos empleando el vocablo que utilizaba Cicerón–, que buscaban su ruina y el mantenimiento de la constitución silana en su esencia conservadora; como la marcha de Sila sobre Roma, César apeló a la defensa de la libertas frente la dominatio insidiosa de sus enemigos. Por su parte, Pompeyo y los boni enarbolaron la bandera de la libertas de la República frente a un procónsul que desafiaba las disposiciones políticas del régimen y pretendía erigirse en dominus. Frente a esta dicotomía antitética, César jugó la carta de la clementia frente a sus enemigos, intentando desterrar el exemplum de Sila. Por contra, Pompeyo y los elementos más radicales de los boni, no dudaron, paradójicamente con lo anteriormente dicho, en amenazar con la proscriptio a todos aquellos que apoyaran a César o permanecieran atrás en Italia. Pompeyo sullaturit, decíamos antes, se sintió tentado de tomar el ejemplo de Sila, según cita Cicerón, y este mismo no pudo evitar comparar, con cierta renuencia, el modelo de Pompeyo con el que estaba implantando César: el perdón para los que se rendían y deponían las armas, el deseo de una concordia y el respeto escrupuloso por la constitución (à la césarienne…). En pocas palabras, el lema de Pompeyo podría ser «quien no está conmigo está contra mí; quien está contra mí está contra la República», mientras que César podía decir «quién no está contra mí, y quién es neutral, está a favor mío»; citando a Suetonio: «son admirables, por cierto, la moderación y la clemencia de que hizo gala en la guerra civil, tanto en su forma de dirigirla como cuando se alzó con la victoria. Mientras Pompeyo afirmaba que tendría por enemigos a todos aquellos que hubiesen negado su apoyo al Estado, el declaró que contaría entre los suyos a los que permanecieran neutrales y sin adscribirse a ninguno de los dos bandos» (Div. Iul., 75, 1).

 

Obviamente se trata de propaganda política: alzando la bandera y el lema «no imitaré a Sila», César se distancia de las bravatas de sus enemigos. Canfora introduce otro argumento. Citando al propio César, en una carta a Opio y Balbo conservada en la correspondencia de Cicerón –«probemos si por este medio podemos recuperar las voluntades de todos y gozar de una victoria duradera, puesto que los demás no han podido por su crueldad [crudelitas] evitar el odio [odium] ni mantener largo tiempo la victoria […]» (Ad Att., IX, 7C, 1)–, se pregunta: «¿a quién otro de hecho puede referirse el reproche dirigido a la ilusión de reforzar el poder con la crudelitas acabando por perderlo a causa del odium suscitado? Evidentemente a Mario y a Cinna: a quienes él conocía bien. Había seguido sus huellas por su fidelidad a aquella facción, pero sabía muy bien en qué se habían equivocado, dónde aquella facción había demostrado su falta de aliento y la estrechez de sus horizontes» (p. 274). De este modo, César se distancia de los ejemplos de su juventud: Mario, regresando a Roma a finales del año 87 a.C. e iniciando su sexto consulado a inicios del siguiente con una terrible matanza, que Cinna trató de atemperar (y Sertorio cortaría de raíz a la muerte del anciano popularis); y Sila, con las proscripciones de los años 82-81 a.C.

El nuevo modelo de César apela a tender la mano abierta, a olvidar las rencillas y a colaborar todos juntos (los supervivientes de la larga guerra civil, se entiende). Cicerón, con todo, no se dejaba confundir: en la Segunda Filípica comentaba que en César hubo «genio, inteligencia, memoria, cultura, solicitud, reflexión, diligencia; había llevado a cabo en lo militar acciones que, aunque calamitosas para la República, sin embargo fueron gloriosas; pensando durante muchos años en reinar, con gran esfuerzo, afrontando grandes peligros, había conseguido lo que se había propuesto; con juegos, con monumentos, con repartos de dinero, con banquetes públicos había cautivado a la multitud ignorante; se había ganado a los suyos con recompensas, a los adversarios con fingida clemencia. ¿A qué más? En parte por miedo, en parte por resignación había acostumbrado a nuestra ciudad, entonces libre, a la esclavitud» (Fil., II, 116). Pesaba todavía la imagen de la dictadura; de hecho, tras su asesinato, los cesarianos de diverso pelaje no tardaron en abolir la dictadura, como magistratura y como símbolo, pero resucitaron las proscripciones y crearon figuras como la del triunviro que mantenía los poderes de la dictadura perpetua de César pero sin la odiosa palabra.

4.- La dictadura. En cierto modo, Sila y César, podríamos argüir, y siguiendo el modelo de los exempla de época antigua, son dos caras de una misma moneda: dos patricios de buena familia, con azarosas circunstancias a lo largo de su vida personal y política, y que alcanzaron un poder absoluto que iba más allá de lo que marcaba la tradición. Así, Sila abandonó (o le hicieron abandonar) una dictadura legibus faciendae et rei publica constituendae [«para promulgar leyes y el restablecimiento del Estado»] (82 a.C.) sobre cuya designación (ausencia de cónsules) y duración (hasta el año 79) hubo notables innovaciones respecto a lo que era usual según el mos maiorum; en cambio, en el caso de César (49 a.C.), también con una designación complicada (por un pretor, estando los cónsules ausentes [id est, enemigos del procónsul que había cruzado los límites de su provincia]) y una duración que fue variando: de la dictadura de duración más o menos tradicional (seis meses) –acompañada de una iteración de consulados–, paulatinamente se pasó a una reafirmación del cargo, que se reformuló para alcanzar una dirección de diez años (formalmente renovable anualmente) y, finalmente, una vigencia de por vida (dictadura perpetua).

Con César la dictadura se convierte en una magistratura nueva, situada permanentemente por encima de las demás, y reduciendo al consulado a un cargo que se podía designar con varios años de antelación. Con Augusto, más adelante, el consulado perderá más contenido y sólo servirá como un necesario cargo honorífico que, en el caso de los cónsules epónimos seguirá dando nombre al año, pero que tendrá una escasa duración y se verá acompañado de numerosos cónsules sufectos a los que agasajar. César utilizará la dictadura por ser el cargo que mejor que mejor se amolda a sus necesidades y con una función eminentemente instrumental: potestad para convocar al Senado, imperium superior al del resto de magistraturas, facilidades para promulgar leyes, posibilidad de ignorar el veto tribunicio. El cursus honorum se convierte pues en una serie de cargos que se asemejan más a un staff burocrático y al servicio del dictator. En aras de la gobernabilidad y, tratando de impedir que se repita la dinámica de un poder ejecutivo inoperante por el obstruccionismo de algunos sectores del Senado (Catón, por ejemplo) o del veto de los tribunos de la plebe, César despoja cuesturas, preturas y consulados de su carácter de magistraturas como honores, y desarrolla una idea de gobierno autocrático (en el sentido más etimológico de la palabra, y no necesariamente en el peyorativo): un poder sin limitaciones para gobernar con eficacia.

Sin embargo, la innovación que suponía la dictadura cesariana (teóricamente bajo la tradicional fórmula rei gerundae causa, es decir, «para que se hagan las cosas») provocaba la oposición (velada) incluso en el seno de sus colaboradores: ¿de qué servía el servicio público si todo (servicio, colaboradores, honores) dependía de la voluntad de un solo hombre? Canfora lo tiene claro: «fue la “dilatación” de la dictadura lo que llevó a la crisis» (p.267), es decir, a la conjura de los idus de marzo. Por otro lado queda el subtítulo de la obra de Canfora: «un dictador democrático», y que entendemos, no como un oxímoron, sino como una nueva concepción de la dictadura en clave canforiana, la del dictador que trataba de legislar y restaurar el Estado romano en beneficio de todos.

5.- La conjura de los idus de marzo. Trebonio, el promotor inicial de la conjura contra César, ya planeó un primer atentado en el verano del año 45 a.C. y entre los cesarianos veteranos; hombres como Trebonio y Décimo Bruto, hechuras de César, utilizado el primero como tribuno de la plebe que aprobó mediante ley la prolongación del mando de las Galias hasta el año 49 a.C. y que sirvió como legado suyo en esta guerra. Canfora incide en ello: «Es difícil penetrar en los meandros de la psicología gregaria que gira en torno a un leader que galvaniza, en torno a la propia persona, devoción, admiración, envidia y resentimiento. Estos factores pesan, junto a muchos otros: la rebelión autoritaria de César, la guerra infinita civil, la atracción que ejercen los grupos de poder aún en vida, y también la rivalidad en el ámbito del entourage del dictador, soberano dispensador de ascensos y retrocesos a los componentes de esta elite que se había constituido y que de pronto se había ampliado desmesuradamente en torno al vencedor. El cual, con sus desconcertantes aperturas, por ejemplo, a los hombres de gran relieve y estatus social-familiar como Marco Junio Bruto, ni siquiera se daba cuenta de que exasperaba o molestaba a sus hombres más fieles, aquellos que habían estado con él desde el primer momento, entre los que se encontraba ciertamente Antonio» (pp. 248-249: sí, demasiados «en torno» en este fragmento, acháquese a la traducción). De esa primera intentona, fallida pues César pudo ser advertido de ello (aunque no de sus promotores), se pasa a la conjura «republicana» de Casio y Bruto. En el asesinato de César hubo muchos hombres implicados y no todos compartían una misma filiación ideológica, pues, a fin de cuentas, ¿qué unía a Trebonio y Casio? ¿Y a Décimo Bruto con Marco Bruto? Canfora trata a fondo la conversión de Marco Bruto: de republicano que apela a la clemencia de César en las postrimerías de Farsalia, al estoico que recupera la memoria de su tío Catón (con cuya hija se casa), que encarga a Cicerón que escriba una Laus Cato (y que César replica con un virulento panfleto, el Anticato), y que poco a poco es seducido por un Casio que, en conjunción con Trebonio o uniendo sus propios esfuerzos conspiratorios a los de éste, le coloca como la figura esencial para que la conjura tenga éxito.

Canfora también analiza la «conversión» del epicúreo Casio a un estoicismo que trata de conectar con el modelo catoniano… y que le sirve para aproximarse a Bruto. Un Bruto que duda pero finalmente acepta: Canfora tiene claro que «Bruto fue implicado por ser indispensable para el éxito de la conjura sólo en la fase final, después de una labor de zapa que Casio había iniciado mucho antes, la cual se había estancado por los límites que determinaba la propia figura de Casio a los ojos de los eventuales prosélitos» (p. 292). ¿Por qué Bruto? ¿Por su filiación con el primer cónsul de la República que expulsó al rey Tarquino el Soberbio?  Para Canfora, la elección de Bruto se debe a que «estaba fuera de las partes» (p. 287), es decir, de las diversas facciones que pugnaron en la guerra civil. Se unió a Pompeyo no por convencimiento (a fin de cuentas éste había hecho asesinar a su padre en la revuelta de Lépido del año 77 a.C.), sino por la influencia de Catón. César, que le tenía estima, le perdonó tras Farsalia y, más adelante, le concedió la pretura urbana (mientras que Casio recibió la pretura peregrina) y lo designa cónsul para el año 42 a.C. Bruto era la figura perfecta para concitar adhesiones a la conjura: «sólo así las dos “almas” de la conjura, la que continuaba siendo “pompeyana” [hombres como Ligario] y la parte cesariana que se había ido volviendo cada vez más hostil al dictador (Décimo Bruto, Trebonio, etc.), se alían y están unidas a pesar de las distintas matrices. Bruto es visto como la figura que ofrece garantías a unos y otros, pero sobre todo que tranquiliza a los que se disponen a “traicionar” a César» (ibídem).

Con todo, nos preguntamos, hasta qué punto eran conscientes los conjurados de que había un «mañana», un día siguiente al asesinato, y hasta qué punto habían valorado lo que sucedería tras el magnicidio. En este sentido, y como Cicerón comentara un tiempo después –«tan insensato es ya nuestro consuelo de los Idus de Marzo; pues hemos empleado un espíritu viril, pero una planificación, créeme, pueril» (Ad. Att., XV, 4, 2)–, no hubo, o al menos no parece que hubiera, un proyecto que fuera más allá del magnicidio en sí mismo: eliminar a César. Ello me recuerda la reflexión de Richard Billows en su biografía de César –Julio César. El coloso de Roma, Gredos, 2011– y su idea de la «vuelta atrás del reloj» republicano. Una idea que no es especialmente novedosa pero que sirve para analizar la actitud política de los rivales de César y, en última instancia, de la nobilitas que se enfrentó a cualquier intento de cambio en las instituciones romanas del período. Catón, Cicerón, Cátulo, Ahenobarbo y por último Bruto y Casio pretendieron siempre volver atrás el reloj, regresar a los tiempos anteriores a los convulsos tribunados de Tiberio y Cayo Graco, cuando la Roma de entonces estaba férreamente controlada por un modo de gobierno tradicional, supuestamente fiel a los principios de la mos maiorum. Sila lo intentó orgánicamente durante su dictadura (82-80 a.C.), legislando a favor de un Senado que se arrogaba bastante más que la tradicional auctoritas de la que siempre había gozado y destruyendo todo intento de reforma popularis, ya fuera en las magistraturas, los tribunales de justicia o las asambleas. ¿Cómo entender, pues, el asesinato de César por parte de algunos de aquellos que habían estado a su lado en las Galias o en Farsalia? Para Billows, la cuestión excede el mero asesinato físico de César y, paradójicamente, se limita a la muerte de éste. Bruto y  Casio encuentran de su lado a Trebonio y Décimo Bruto en el momento de asestar las diversas puñaladas que mataron a César, pero poco les unía: tan sólo la necesidad de eliminar a César. Sus objetivos eran diferentes y sin embargo convergieron en un magnicidio que triunfó en lo inmediato, el asesinato, pero fracasó en sus consecuencias, pues todos ellos tuvieron que aceptar el mantenimiento del legado político de César (las acta), curiosamente porque su propia carrera política (los cargos que ostentaban o estaban a punto de ejercer) dependían de la aceptación de la política de César. El atraso del reloj republicano, por un lado, y el temor a una figura omnipotente, en la que parecía convertirse César, juntó a hombres que a priori defendían visiones diferentes de la propia República.

El propio César era consciente de lo que significaba su presencia (u omnipresencia, amparado en la figura de la dictadura) en el panorama político romano… y lo que podía significar su ausencia, más aún en el caso de una desaparición violenta, y Canfora también incide en ello: «para César, la eventual eliminación de su persona significaba […] una reanudación en grandes proporciones y con mayor virulencia de la guerra civil» (p. 306). Cicerón habría preferido que Antonio (¿hasta qué punto estuvo implicado o simpatizó, por inacción, con la conjura?) hubiese sido eliminado, pero Bruto lo había vetado. Suetonio recoge toda una serie de ideas acerca de si César no habría querido morir (Div. Iul. 81), y que por ello habría prescindido de una guardia personal o habría respondido, cuando se le preguntó en la cena de la víspera de los idus, cómo prefería morir: rápida e inesperadamente. Canfora va más allá: sin duda la conjura fue eficaz, pero los resultados no fueron los previstos: con la eliminación de César (y probablemente éste fuera consciente de ello), no llegaba el fin de la tiranía, sino el regreso a la guerra civil. «Las fuerzas en liza, que eran consistentes y socialmente relevantes, ciertamente no se iba a evaporar en el aire sólo por efecto de la desaparición del “tirano”. Con el atentado todo naufragó de nuevo» (p. 307). Los restos de los «pompeyanos» no destruidos en Munda volvieron a reunir sus fuerzas, hubo disputas y fracciones entre los cesarianos (Antonio por un lado, los cónsules Hircio y Pansa por el otro), apareció la imprevisible figura de Octaviano (el heredero de César); y también hubo divisiones entre los autoproclamados «Libertadores»: Cicerón mismo no podía dejar de lamentar la falta de un proyecto común cuando recordaba, dos meses después del magnicidio, el «espíritu viril» del atentado y la «planificación pueril» de sus consecuencias.

Termino. Estamos ante una muy sugestiva biografía (no estrictamente genérica) de César por parte de Canfora. Se añaden cuestiones no menos interesantes como el papel de los Commentarii como «versión oficial» de la guerra civil y la «disidencia» de Asinio Polión en su relato del conflicto y de la época iniciada con el (mal llamado) «primer triunvirato» (y que Canfora analiza en los dos primeros apéndices del libro). Queda la idea, en definitiva, de que el tratamiento y la crítica de las numerosas (y variadas) fuentes de la época tratada, coetáneas y posteriores, nos ayuda a comprender (o a aproximarnos lo máximo posible) a la figura de Gayo Julio César, a su persona y su faceta política y militar. Y queda también la sensación de estar ante uno de los mejores estudios (si no el mejor) sobre este personaje. Hipérboles al margen.

PS: Me ha parecido un ensayo tan interesante y que induce a tantas reflexiones que paso por alto errores de traducción como «Yunco» (por Junco), «pretoría» (por pretura), «tribunato» (por tribunado); la fijación de ceñirse al italiano original en los nombres propios y topónimos, manteniendo «Vetere» y «Célere» en lugar Vetus y Céler, o «Farsalo» en lugar de Farsalia; un criterio que no siempre se aplica, pues a Marcio Rex lo traduce como «Marcio Rey», algo que chirría bastante. O despistes como, en una nota, decir que Los negocios del señor Julio César es un «romance» de Bertolt Brecht… traducción directa del italiano romanzo, novela.

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45 comentarios en “JULIO CÉSAR – Luciano Canfora

  1. juan dice:

    Excelente libro sobre César verdadero y propisitos al se encaminaba en su vida.

  2. Rosalía de bringas dice:

    ¡Pero mira que te gusta el personaje…! :)

    (Felicidades por la reseña)

  3. Farsalia dice:

    El personaje, el autor, el libro… :-P. Gracias, Rosalía.

    Si se pudieran eliminar esos saltos de línea entre párrafos…

    1. Javi_LR dice:

      Hecho, gatito. Disculpa.

  4. Farsalia dice:

    ¡Gracias, Javi o Sandra! ;-)

  5. Toni dice:

    Fantástica reseña!

    Por cierto, teniendo ya la biografía que de César hizo de Adrian Goldsworthy, ¿merece la pena Canfora?

    ¿Alguien se atreve a una comparación?
    Gracias!

  6. Farsalia dice:

    Gracias, Toni. Canfora merece la pena siempre. Incluso por encima de Goldsworthy. Pero para ser justos, digamos que Goldsworthy narra una biografía y Canfora analiza al personaje y lo sitúa en su contexto, época y, especialmente, mentalidades. Hay muchos libros sobre Césr, el de Canfora tiene el valor añadido de no conformarse con repetir lo de siempre, sino bucear en las fuentes; las notas del libro, aunque estén al final del volumen, son jugosímas (leía el libro con dos puntos de libro). Goldswworthy, por otro lado, sólo lee y trabaja en inglés (o traducciones inglesas) y deja muy de lado el trabajo (centenario) de especialistas alemanes e italianos, que tradicionalmente son los que mejor han trabajado este período; no escarba tanto en las fuentes y su narración es más convencional. Canfora es incisivo, no le va a contar al lector lo que ya ha leído en otras partes, sino que trata de indagar en los intersticios. No recomendaría como primera lectura sobre el personaje el libro de Canfora, pero sí con un cierto bagaje de lecturas previas. Y entonces es cuando se disfruta su magistral trabajo. Para mí están las biografías de César y aparte el libro de Canfora: juega en otra liga.

  7. Soldadito Pepe dice:

    Toni, Canfora es un intelectual comunista muy prestigioso en Italia, y sus libros, tan políticos como históricos, siempre tienen enfoques nuevos y originales de asuntos clásicos. En mi opinión, Canfora es menos entretenido y más denso, pero mas lucido y nutritivo.

  8. Farsalia dice:

    Como primera lectura, Canfora puede no ser entretenido; pero en la segunda, te atrapa…

  9. Toni dice:

    Farsalia, Soldadito Pepe…

    Genial, pues entonces lo compro sin duda alguna.

    Siempre he tenido la sensación de que Goldsworthy es algo más light sobretodo comparado con lo que había leído de Mommsen (que yo considero casi imprescindible para entender Roma, sobretodo la república).

    Os he de confesar que siempre me queda el regustito de que César «es el bueno de la película» y que quizás sólo sabemos una parte de la historia, esta fue la sensación que yo saqué de Mommsen…

    Gracias de nuevo!
    Toni

  10. Clodoveo11 dice:

    No sé para qué vais a leer el libro… ¡con la macro-reseña de Farsalia casi ya basta! :-)

    Por lo menos en Canfora es de agradecer que diga cosas distintas y nuevas sobre los temas que trata. No necesariamente correctas o atinadas, a menudo discutibles (poco, porque ante su erudición rebatir queda en el plano de la necedad), pero apartadas de la marea y la corriente ecléctica habitual.

    Futurible.

  11. Farsalia dice:

    Si una reseña induce a no leer el libro… es que no estoy haciendo las cosas bien o vuestra curiosidad debería ir al médico. :-P Aparte de que esta reseña es una reflexión personal a partir de la lectura del libro de Canfora…

    Goldsworthy es light, estoy de acuerdo contigo; no escribe malos libros, pero están varios peldaños por debajo de obras de mayor calado. Es amenísimo, pero con sus libros siempre suelo quedarme insatisfecho. En ese sentido, la biografía de Richard Billows en Gredos (y también reseñada por acá; no pongo el enlace para no despertar a la fiera moderadora) resulta mucho más reflexiva.

    César ha sido hiperbolizado, con razón, pero a menudo nos queda una imagen muy partidista (a favor); demasiado partidista, de hecho (la novela histórica ha abundado en esa leyenda rosa… lo cual no quiere decir que tengamos que apelar a una leyenda negra) . Mommsen, que lo define como el gran reformador de la República, siente devoción por él, aunque la suya es una visión presentista (de segunda mitad del siglo XIX), con paralelismos a la Alemania de su época (y lo que no le gusta, es decir, Bismarck). Napoleón III también lo elevó prácticamente a los altares y no olvidemos que su tío ya había «comentado» los Commentarii de la guerra de las Galias. Cesarismo asimilado como perfil político… y que continúa en nuestros días.

  12. APV dice:

    Ciertamente la imagen de César, ya incluso por su propia propaganda, ha calado durante siglos.

    Quizás también para contraponer a la imagen que se ha trasladado de sus predecesores, rivales y sucesores: un Sila que ha llenado Roma de cabezas cortadas, un Pompeyo que también aspiraba al poder y que si pudiera haría lo mismo, un Catón imagen del conservadurismo, un Antonio y un Octavio que se pelean por la herencia (aunque el segundo también logra realizar una gran propaganda), un Milón y un Clodio que se dedican a organizar peleas de gangster,…

  13. Farsalia dice:

    Y, por supuesto, todo ello pasado por el tamiz de Cicerón, cuyas cartas y discursos (re)construyen la imagen de esos personajes citados y es la principal fuente que tenemos del período… hasta el punto de que prácticamente nos queda esa imagen. Filias y sobre todo fobias del Arpinate, a quien hay que tomar con cierta distancia cuando habla de Clodio, Antonio o incluso Pompeyo (odi et amo, que diría Catulo)…

  14. APV dice:

    Cicerón también es otro sujeto para comentar con detalle.

  15. Farsalia dice:

    Desde luego… como «político», nefasto; como «filósofo», no especialmente destacable en la época (un estoicismo que trata de maridarse con el platonismo); como «orador», sin duda su mejor faceta, excepcional (lástima que apenas queden fragmentos de sus rivales oratorios, como Hortensio, para poder comparar los estilos de uno y otros; aunque Cicerón reescribía a posteriori sus discursos para «venderlos» mejor); y como «corresponsal», un lujo de poder contar con sus cartas. Sin él, sabríamos muy poco de aquellas décadas decisivas, pero posiblemente «sin él» la República hubiera tenido otro desarrollo en su etapa final.

  16. Toni dice:

    Hola,

    Precisamente sobre Ciceron tengo en casa en la cola de lectura de novela histórica «La Columna de Hierro». No lo he leído todavía, ¿alguno de vosotros sí? ¿Qué tal?

    Saludos
    Toni

  17. Farsalia dice:

    Por el foro se ha comentado en algún hilo. Presenta una imagen presentista y bastante inverosímil de la República romana. Personalmente, no me pareció nada del otro mundo…

  18. Farsalia dice:

    Para una imagen «novelizada» del personaje sí recomiendo Los negocios del señor Julio César de Bertolt Brecht y reseñada en este portal. Aunque tammbién juegue con el anacronismo y el «presentismo», es muy interesante por la «inversión especular» (!) del personaje.

  19. Lopekan dice:

    Mis mas encarecidas gracias a Farsalia por esta subyugante reseña.

    Que alguien le inicie la compra de una bien merecida coca gigante por suscripción popular.

  20. Vorimir dice:

    Quiero pensar que se refiere a un bizcocho, jejeje. Esto me recuerda a que dos profesores de mi facultad impartían juntos la asignatura «Hª medieval de los pueblos eslavos». Sus apellidos eran Alijo y Coca, así que figuraos las risas cuando veías el horario. :P

    By the way, estupenda reseña/reflexión la de Farsalia, ahora recopilada en un sólo tomo para Hislibris. :D

  21. Farsalia dice:

    Jejejeje, también pensé que se refería al bollo dulce típico de San Juan… pero me hiz gracia. :-P Gracias, Vorimir.

  22. Lopekan dice:

    La afortunada intervención de Vorimir hace innecesaria una página de desambiguación sobre la apetitosa coca catalana. Aunque en la que yo pensaba más exactamente es en la salada alicantina. No se merece menos un hagiógrafo del Divo César.

  23. Farsalia dice:

    Flaco favor me hace si (sólo) me considera un «hagiógrafo»… :-P

  24. Lopekan dice:

    Precisamente. La mentada coca gigante está llamada a remediar esa «flaqueza» :)

    El caso es que estos días ando leyendo —algo erráticamente— a Mommsen, y tiendo a ver panegíricos a la figura de César.
    Si la valía de un hombre se mide por la de sus enemigos, la de Cesár tuvo que ser monumental. Pero, como yo preguntaba no hace mucho acerca de Augusto… ¿y si esa valía se contara por sus amigos? ¿Quiénes fueron los de César? Alguno que no lo traicionara, ¿Craso, Trebonio, Labieno, Bruto… Antonio, quizás?

  25. Farsalia dice:

    Mommsen idealiza a César: el reformador, el revolucionario, el hombre que debía traer la paz. El activista revolucionario de 1848 no podía evitar encontrar a otro «revolucionario» al que idolatrar frente a la reacción que, en su opinión, significaban Bismarck y los junkers prusianos. Sólo que César, en puridad, no era un «revolucionario»…

    ¿Podía César encontrar amigos en los que confiar? ¿Qué amigos podía tener un patricio como él? ¿Alguien de su misma «clase» social? ¿Pudo serlo Craso? ¿O quizá los amigos no son los que uno tiene en sus círculos sociales sino los que hace y crea? ¿Pudieron serlo sus «mariscales» (Trebonio, Décimo Bruto)? ¿O lo era Gayo Macio, si entendemos por amigo algo que la palabra latina amicus quizá no se refleja en su (parcial) traducción castellana? Echo mano del diccionario Vox, «amigo» de antaño, y leo sus acepciones:

    1 amicus, -a, -aum: amigo, amistoso, benévolo, placentero, agradable; favorable, propicio.
    2 amicus, –i m.: amigo, confidente, favorite; aliado.

    Labieno difícilmente pudo ser amigo de César, sólo un aliado y luego colaborador, que no tardó ni dos segundos en desertar para unirse a quien era su patronus, Pompeyo. ¿Antonio? Un primo y alguien que le dio disgustos. ¿Craso? Los años sesenta muestran que su alianza fue sólida, ¿quizá incluso ahondando en lo personal? Pero la alianza con Craso no se rubricó con un matrimonio de sus respectivos hijos (Craso en eso fue más esnob que César, que no dudó un instante en ofrecer a su hija Julia a Pompeyo). ¿Bruto? Leyendas al margen, Bruto era catoniano, de pensamiento y por parentesco; un estoico intransigente frente a un epicúreo (no declarado) como César. ¿Cicerón? Imposible, demasiado timorato e imprudente, demasiado apegado a Pompeyo y necesitando como el aire que se respira estar a buenas con la nobilitas. ¿Trebonio, Décimo Bruto, Hircio? Hechuras, más que amistades sinceras, colaboradores. ¿Quizá el sino de César era no tener amigos que pudieran estar a su altura? ¿Quizá por ello su recorrido político y vital fue el que fue? Qui-lo-sa…

    Con Augusto sí se puede entender la amistad con Agripa, Mecenas o incluso Salvidieno Rufo: hombres de orígenes sociales similares, romanos en los que rascas un poco y sale el itálico. Augusto, el Octavio de nacimiento, el romano de provincias, el que todo se lo debía al apellido, como le echaba en cara Antonio. Augusto podía vanagloriarse de ser Divi Filius, pero incluso su esposa Livia podía mirarle por encima del hombro (algo que no habría hecho, de todos modos).

  26. Lopekan dice:

    Lo tiene bien empleado por sacar la lengua cuatro veces seguidas. Así aprenderá.

  27. Farsalia dice:

    Bueno, no se me queje, que he añadido algo que comentar…

  28. Lopekan dice:

    Puede que Hircio, como dices, o el gadirita Balbo, fueran esos imposibles amigos del solitario dictador, aun a pesar de la diferencia de edad con el primero y la diferencia de extracción social con el segundo. En ambos tuvo César algo más que un apoyo interesado o alianza pasajera.

    A veces reflexiono con esta cuestión de ensalzar en exceso a algunos personajes de la historia, sean estos líderes militares, revolucionarios religiosos o influyentes estadistas. Centramos en sus personas los logros de su historial, cuando es evidente que esos méritos no le corresponden en exclusiva al «genio» de cada uno de ellos, sino mas bien a la comunidad que en realidad les da soporte. La evolución de las sociedades, en un medio que es también cambiante, conduce a periódicas eclosiones de cambios. Cuando esto sucede, le ponemos el rostro de la persona que dirige al grupo humano motor del cambio. Pero el verdadero protagonista es la sociedad en su conjunto, que ha alcanzado el punto de maduración necesario para que ese cambio se produzca, e incluso lo demanda. Quién se ponga a la cabeza de ese movimiento es circunstancial, aunque sea inevitable ver cómo le imprime parte de su personalidad. Al menos eso es lo que yo detecto en los pretendidos «ungidos por el destino», como Napoleón, Alejandro, Gengis Khan …o César, por citar alguno de los grandes líderes de hombres —y aniquiladores de almas—.
    Y es precisamente en el círculo de amigos de estos «conducatores», entre sus mariscales, estado mayor o ministros, donde yo pretendo encontrar una muestra de cómo es la comunidad la que empuja a sus líderes a liderarlos, y no al revés. Los llevan en andas, sí, pero hacia el lugar donde les manda la historia. Al fin y al cabo, ¿no es la sociedad misma la que sistemáticamente acaba derrocando y devorando a sus machos-alfa, a sus reyes-sol, cuando le dejan de ser útiles, al igual que ocurre al concluir el emparejamiento de una mantis religiosa?
    ¿No son siempre los mas cercanos los que encumbran al líder? Los más cercanos, también, los encargados de abatirlo.

  29. Farsalia dice:

    En parte estoy de acuerdo: los líderes son fruto de su época, crecen, se educan y forman en ella… pero el mundo que conocieron ya no fue igual sin ellos. Es decir, la Roma que conoció César tuvo muchos césares en potencia, pero su figura cambió para siempre esa Roma, hasta el punto de que tras su asesinato era imposible una vuelta atrás, que es lo que esperaban ingenua e incluso infantilmente sus asesinos. ¿Era consciente César de ello? ¿Lo suelen ser los genios? César en su dictadura final debía de saber de alguna manera que sus reformas servían para sostener, aunque ya diferente, algo que no funcionaba. Y quizá era consciente de que su muerte no detendría el cambio, pero sí lo haría más traumático para los romanos (como así,en cierto modo, fue: tres lustros de guerras civiles). César creyó que tenía la fórmula del cambio, pero no supo enteneder del todo la mentalidad de la época…y de muchos romanos de la época. Incluso entre los suyos.

  30. alexander dice:

    Un incomprendido Julio César? como Robespierre, Chávez, Mao, Fidel o un Pablo Iglesias? César nunca me ha parecido un revolucionario como si lo fueron los Gracos o los Tiranos en Grecia.
    Bueno «revolucionario» para los estándares de la Antiguedad no para la modernidad.

  31. cavilius dice:

    ¿Revolucionarios los tiranos en Grecia? ¿En qué sentido?

    Por preguntar, más que nada…

  32. alexander dice:

    Toda democracia lleva a una tiranía, tarde que temprano.

  33. cavilius dice:

    Ah, «revolucionario» de «revolución» entendida como «re-evolución», evolución repetitiva, al sentido cíclico del término, al sentido degenerativo. Bueno, en ese caso no le puedo quitar la razón a Platón, desde luego: si él dijo que la timocracia degenera en oligarquía, que esta degenera en democracia, y esta en tiranía, no hay más que hablar.

    Aunque no estoy muy seguro de que tú fueras por ahí…

  34. Lopekan dice:

    Aprovecho el impulso cavílico para seguir con mi cantinela:
    Las sociedades, como ecosistemas humanos que son, tienen su propia dinámica, que se sobreimpone a las biografías de sus componentes aislados, incluso aunque se trate de los líderes que las dirigen. En mi opinión, César fue una criatura de la República, y no al revés.

    El mundo romano se encaminaba ya por sí mismo y en su conjunto a lo que César, a su manera, protagonizó. Tuvo su cercano precedente en el genio político de un Sila, la eficacia militar de un Mario, el espíritu reformista de un Graco, la ambición de un Craso, la coquetería de un Pompeyo, le aupó una nueva turbulenta guerra civil… El camino a seguir estaba trazado en la evolución de la república romana; sólo sucedió que todas esas virtudes o defectos convergieron en un único ciudadano, otro nuevo intento de convertirse en «el primer hombre de Roma». César el dirigente, el dictador democrático, sólo fue uno mas, apenas el mas visible, de los romanos impelidos al cambio por las circunstancias. ¿Por qué se truncó su brillante trayectoria personal? Forzó la máquina y se mostró anticipado al cambio por llegar: vistió la púrpura, acuñó moneda con su efigie, erigió su estatua junto a las de los antiguos reges, orquestó su coronación de laureles… Pero a su muerte, a manos de amigos (sus conciudadanos mas cercanos), la dinámica de su sociedad siguió apuntando al mismo futuro: la Roma de los césares, donde durante siglos un autócrata ejercerá el papel controlador y mediador entre la oligarquía y la plebe.

    Idénticas consideraciones podemos hacer con otras figuras que consideramos líderes influyentes de su tiempo. Es el designio de esos tiempos quien les entroniza y él quien también les tumba.

  35. alexander dice:

    Una figura mas o menos parecida guardadas las enormes distancias vendría ser Bonaparte, de jacobino a cónsul de la República francesa su Brumario ayudado por su hermano Luciano, y de ahí al Primer Imperio, llevando los principios de la revolución pero suavizados en el Código civil de 1804, hasta la derrota en Waterloo y cambió Europa como César cambiaría Roma.

  36. Farsalia dice:

    Vuelvo a estar de acuerdo en parte contigo, Lopekan… pero sólo en parte. y especialmente no lo estoy con lo que dices de «sociedades, como ecosistemas humanos que son, tienen su propia dinámica, que se sobreimpone a las biografías de sus componentes aislados». Pues precisamente el último siglo de la República romana nos recuerda que la sociedad y el estado romanos no pudieron sobreponerse a esas «biografías decomponentes aislados». Empezando por los Gracos: ya el propio Tiberio Graco impulsó una reforma agraria pues veía que el campesino romano de décadas atrás, que empuñaba el arado cuando no estaba luchando en campañas estacionales, desaparecía, obligado a vender sus tierras (si las tenía), a trabajar como jornalero (si no las tenía) o a emigrar a la ciudad, que aumenta exponencialmente de población. Siguiendo por el ejemplo de Saturnino, a finales del siglo II a.C., cuya inviolabilidad fue pisoteada (como con los Gracos) y demostrando con su actividad política que el tribunado de la plebe tenía una agenda propia (o al servicio de otros) y al margen de la tradición senatorial. Qué decir de Mario y Sila, de cómo sus ambiciones forjaron la idea de que un general podía marchar al mando de «sus» legiones contra Roma… y cómo esta no pudo sobreponerse a ello. Y todo esto antes de César… Sila mismo es sinónimo de trauma y escuela de la que aprender.

    Craso, Pompeyo, César, Clodio, Antonio y Octaviano vivieron en una época en la que Roma ya no era aquella sociedad del pasado reciente. Cicerón podía escribir sobre en su De re publica con una mirada nostálgica y con palabras en boca de Escipión Emiliano, de cuando las cosas «funcionaban»… pero difícilmente podía engañarse sobre la realidad que estava viviendo. Y con César podemos subir la apuesta…

  37. Farsalia dice:

    … Cicerón podía escribir sobre ese pasado reciente en…

    Me comí unas palabras.

  38. Farsalia dice:

    Coñe con mi impericia mecanográfica: estaba, no «estava».

  39. Lopekan dice:

    De «impericia» nada, y como muestra de lo contrario véase que escribes los puntos suspensivos de la forma mas correcta tipográficamente: de una sola tacada (pulsación de teclado). Al igual que Cavilius, que me he fijado. Me encantan estas cosas.

    ¿Napoleón parecido a César, Alexander? En este debate, desde luego. Repiten ambos unos esquemas similares, y hasta casi que los mismos escenarios. En la Plaza de la Vendôme, en París, hay una columna con el mismo nombre. Está forjada de los cañones de la batalla de Austerlitz, y en su base se lee: NEAPOLIO · IMP · AVG… ¿Familiar a un contemporáneo del césar Trajano, verdad? Yo no creo que el pequeño corso se coronara a sí mismo como «l’empereur». Los franceses (que para eso salían de una revolución) lo hicieron. Como fueron los romanos quienes crearon a su propio dictador vitalicio, y quienes lo derrocaron para poner a otro en su lugar.

  40. alexander dice:

    Si claro, guardadas las distancias sin embargo recordemos la aristocracia de la época los emigreés especialmente afincados en Rusia no dejaban de mirar a Bonaparte como un plebeyo y un criptojacobino.

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