A los amantes de la lectura:
Me congratula el poder exponer un párrafo que describe los placeres del lector, extraido de "Historia de los amores trágicos de puente Quebrado" de Miguel Angel Navarro, dado que muchos de vosotros lo sabreis apreciar.
…) En todas las bibliotecas y librerías hay cadáveres. Cuerpos muertos o cuerpos con
páginas atrofiadas por el desuso. También los hay que han sufrido amputaciones, ya sea
por razones de censura, ya sea por el apetito voraz de los roedores, que gustan saciarse
con cierta cola sita en los lomos, amén de las cubiertas de cuero, que también constan en
sus minutas como el bocado más noble y añejo, pues cada vez son menos las ediciones en
piel, y más las de cartón. Pero los libros amputados son los menos, la mayoría sufren
una dolencia reversible en el mundo editorial: la muerte. Incluso los finados pueden
volver a la vida, basta con que un lector cualquiera, que no hace falta ser un héroe o un
dios, despierte su aliento vital. El aliento vital de un libro es aquella ligera brisa que
emana de sus páginas al leer, y que conmueve con invisibles volutas la atmósfera de un
despacho u otro lugar donde se acostumbra a leer.
Este proceso de animación (conviene recordar que todos los libros nacen muertos) se
activa al pasar una página: la mano emprende un viaje de tres caricias por el filo del
papel. El índice posa su yema sobre el perfil celuloso y deja caer su peso abusón, de lo
que se sigue una ligera torsión; aquí ya no hay ángulo recto, es otra cosa, la página pasa
de las dos a las tres dimensiones en cuestión de unos segundos. Son los que emplea el
lector en acabar de leer las últimas líneas, por eso este primer movimiento, esta primera
caricia, se lleva a cabo sin prestar demasiada atención, sin parar mientes a lo que se está
tocando, por eso muchos lectores no se dan cuenta de que arrastran hacia la nada una
cantidad importante de motas de polvo, es el polvo que se acurruca en la parte alta de
los armarios o de las lámparas, objetos que por su inaccesibilidad no suelen ver el
plumero demasiado a menudo. También los libros atestiguan su presunta inaccesibilidad
y culpable desamparo, mostrando la nieve del tiempo sobre su azotea. Se han dado casos
de cortes sangrantes siempre relacionados con este primer movimiento. La verdad es que
la temeridad que implica sólo se puede explicar a tenor de la inercia en que te sumerge
la lectura, si no cómo se comprende… ¿Quién osaría exponer una zona tan sensible
como la yema, portadora de la identidad, al afilado canto del papel? Los accidentes de
este tipo deben hacernos reflexionar sobre cómo deben de ser nuestras lecturas. La
precipitación no aporta nada bueno en este ámbito. La lectura pausada y razonada es el
mejor marchamo para la comprensión y asimilación y, en definitiva, resurrección de un
libro.
El segundo movimiento comprende un descenso vertical del índice más o menos
apresurado, dependiendo de los méritos del libro. Se trata de un breve alto en la lectura,
un segundo de reflexión entre página y página. Pero detengámonos un momento, pues es
este un punto de particular controversia.¿Tiene en cuenta el escritor la naturaleza
mundana de este segundo movimiento?¿Acaso ignora la pérdida de detalles, de trazas
esenciales para la comprensión de su historia, que un acto motriz ocasiona en la lectura?
A menudo he advertido un desaliño formal en logrados libros de eximios autores que,
dejando la pluma sobre las hojas del manuscrito, dieron por acabada su labor. Cuántas
veces, sumergido en una fantástica descripción de ambiente o en el clímax mismo de una
narración, he visto interrumpida mi fantasía por el prosaico paso de página. Fue el señor
Edgar A. Poe, cuya pericia en engranajes literarios de alta precisión no hace falta
recordar, el primero en sostener que una pieza, para alcanzar un efecto de elevación del
alma, no debe de extenderse más allá de lo que demora una sentada. De este modo, la
prosa de la vida y elementos intrusos a la atmósfera creada no perturban el efecto
buscado. Llevando todo esto un punto más lejos que el señor Poe, yo abogo por una toma
de conciencia por parte de los autores. Su tarea va más allá del pupitre. El modo en que
el libro llega a manos de sus lectores también es de su jurisdicción. No creo exagerado
pedir a los padres que se preocupen de sus hijos un tiempo de más, hasta que estén listos
para ser lanzados al mundo. Un creador comprometido debería estar a pie de imprenta
en una Edición Príncipe, velando porque sus pasajes más logrados, sus efectos
catárticos, no se vean cercenados por una simple cuestión material. El desideratum
sería, dando otra vuelta de tuerca, un libro u otro soporte entendido como un continuum,
como los rollos en que los rabinos leen la Torah, pero sin la participación de las manos.
Se conseguiría así ese estado ideal de la mente que sólo se logra en el teatro: en el
silencio y la oscuridad de la platea, el espectador olvida la proximidad de sus
congéneres, y paulatinamente su mente olvida también la existencia de su cuerpo. Todo
ojos. Sólo el estallido de la ovación final volverá a hacer fluir la sangre por los
miembros dormidos y, con ellos, el dolor del estado físico y banal.
El tercer movimiento es una caricia que devuelve a la página a su estado natural de dos
dimensiones. No es más que un leve empujón hacia un pasado recuperable, innecesario
si la página es grande, ya que cae por sí sola.
La lectura produce una alteración alquímica tanto en el libro como en el lector; la que
viene dada por el intercambio que se opera entre la respiración del lector, cuyo dióxido
de carbono impregna todos los caracteres, márgenes y párrafos, incluida esa catarata
central de la que surgen todas sus páginas, y el aliento vital del libro, lanzado al rostro
del lector a cada paso de página. Su aroma puede ser muy variado: a polvo, a grano, a
tinta... También varía según la naturaleza del libro: si se trata de “1984” de George
Orwell, su efluvio es un olor sin nombre, que expresa opresión y angustia; si “De la
brevedad de la vida” de Séneca, un positivo y penetrante remordimiento; si “Un puente
sobre el Drina” de Ivo Andric, especialmente las páginas referentes a la ejecución de
Radislav, un intolerable hedor a horror y náusea.
La resurrección de un libro, es decir, el conocimiento de su existencia y ubicación en la
librería, así como la concesión de su alma dormida a nuestro intelecto, es un proceso que
no debe hacerse con prisas; requiere su tiempo, el libro no ofrece su alma si no se le
trata con cariño. El tacto, junto con la vista, son los órganos mediantes, sin su concurso
no sería posible este proceso. Hacerse con el libro es pasar los dedos sobre las líneas al
leer. Manosearlo. Acariciarlo. Leer alguna página al azar. Reconocer la tipografía o
palpar la dureza de sus cubiertas. Advertir manchas. Olerlo. Quitar algún pétalo puesto
a secar entre sus páginas o el polvo acumulado en la parte superior. Observar lo roído
por un insecto o ratón. Reparar con cola alguna de sus páginas. Pasar el dedo por una
página amarillenta y adivinar que perteneció a un fumador. Cortar algunas páginas de
una edición antigua y sentir la satisfacción de que la lectura pasa por tierra incógnita.
Encontrar algún habitante, como un lepisma, que había hallado su hogar en la página
650, columna 2, línea 44, como si fueran las señas de su apartamento; y embargarte un
sentimiento de tristeza porque descubres que es tan sólo un cascajo seco, un cadáver,
enterrado en una tumba de cientos de miles de palabras (tumba que muchos quisiéramos
para nosotros mismos) y que ha dado en el disparate de morir sobre la palabra “feliz”.
O encontrar, esta vez sí vivo, un pseudoescorpión, al que trasladas con cuidado,
ayudándote de un punto de libro, a tu librería para que encuentre nuevo hogar. Otro
espécimen de fauna libresca es el saltarín, insecto muy pequeño, sólo visto por personas
concienzudas y meticulosas, de las que leen con atención, moviendo los labios despacio,
y no porque no sepan leer, no, sino por placer, aquellas que entonan los mejores
pasajes...