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El pequeño Pataxú, Tristan Derème

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Autor Mensaje
Valeria



Registrado: 16 Oct 2006
Mensajes: 5485
Ubicación: Al otro lado del Limes

MensajePublicado: Mar Dic 18, 2007 4:28 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Yo por ucronía entendía otra cosa, no un anuncio de Marlb*** protagonizado por Cayo Julio Laughing
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Urogallo



Registrado: 15 Oct 2006
Mensajes: 21721
Ubicación: La Ferriére

MensajePublicado: Mar Dic 18, 2007 5:35 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Valeria escribió:
Yo por ucronía entendía otra cosa, no un anuncio de Marlb*** protagonizado por Cayo Julio Laughing


Si, hombre, gratís os voy a escribir mi Julio Cesar en la batalla de Ypres.
_________________
—Tienes la palabra de un oficial romano —dijo—. Vale más que un juramento.-
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andromaca



Registrado: 13 Ene 2007
Mensajes: 2446
Ubicación: Zaragoza

MensajePublicado: Mie Dic 19, 2007 8:46 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Buena idea Santi, la tomo.
_________________
Cuanto más grande sea la prueba,más glorioso será el triunfo.
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santi m



Registrado: 16 Oct 2007
Mensajes: 221

MensajePublicado: Jue Dic 20, 2007 10:59 am    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Andromaca, hija, anda cambiate el avatar que parece una sepultura
un abrazo muy fuerte
santi
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Koenig



Registrado: 10 Dic 2006
Mensajes: 4759
Ubicación: No muy lejos.

MensajePublicado: Sab Dic 22, 2007 2:47 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Apareció...

*-*-*-*-*-*-*
EL NOVATO

En medio de la cacofonía de los pitidos del silbato del teniente, el soldado Jean Martín saltó al interior de la trinchera de comunicación, siguiendo al compañero que iba delante. Sus pies cayeron sobre un charco de una sustancia que había sido agua, pero que ahora se había vuelto inmunda y pegajosa, y le llegaba hasta media pantorrilla. Miró al suelo, pero apenas, inmediatamente recibió un empujón por detrás que a punto estuvo de arrojarlo sobre aquella pasta negruzca.

- ¡Corre Cabrón! – era la voz del sargento Periers, un hijo de puta de la peor especie que los tenía a todos aterrorizados, tal vez incluso al teniente St. Maxens.

Jean corrió por la trinchera, intentando no perder nada de su equipo: la bolsa con la munición, el fusil, el casco, el capote; todo parecía querer marcharse de su sitio en mitad de aquel desenfreno. Pero lo peor eran las botas, succionadas por aquella masa viscosa se le quedaban pegadas al suelo y tenía que hacer un esfuerzo especial para sacarlas del barro con el pie dentro, le dolían todos los dedos de curvarlos para intentar atraparlas.
Poco a poco la trinchera se fue ampliando, las paredes se distanciaron y se encontró ante un inmenso embudo. No había trinchera. Se detuvo. De nuevo el sargento le pegó un empujón.

- ¡Novato de Mierda! ¡Corre tras el silbato o te saco las tripas aquí mismo! ¡Salta!

Saltó dentro del embudo. Sus piernas desaparecieron brevemente en medio de una niebla blanquecina y extraña que se arremolinó en torno a ellas.

- ¡No os agachéis novatos! –Gritaba el sargento-, o no lo contáis ¡Corred!

Jean se lanzó a través del embudo. Le parecía inmenso. Sobre la pared opuesta había otro soldado de su compañía, tosiendo como si se le desgarraran los pulmones mientras la sangre manaba a raudales por su boca.

- ¡Sigue novato, este está listo! ¡Camilleros! ¡Aquí, un gaseado!

Gas. Había oído hablar de ello en la instrucción, pero era la primera vez que lo veía. Conteniendo el aliento Jean trepó por la pared opuesta del embudo hasta salir al exterior. Ante el se desplegó un espectáculo dantesco.
La tierra, negra, estaba revuelta hasta donde alcanzaba la vista, cruzada por surcos más oscuros y punteada por tochos de madera muerta y requemada. Aquí y allá se sucedían las explosiones de la artillería, levantando géiseres de tierra apestosa y grasienta que se alzaban hasta alturas vertiginosas y descendían sobre los futuros cadáveres de los heridos por la metralla, que quedaban enterrados. Algo más lejos, una nube blanquecina se disipaba ya, quedándose hecha jirones en las oquedades del suelo, donde tosían y morían sus víctimas, envueltas en aquel sudario etéreo.

- Joder, son un huevo –exclamó el sargento, que acababa de llegar a lo alto del embudo.

El sargento se refería a algo que había al fondo, mas allá de la artillería y el gas. Desde aquella distancia se les veía minúsculos, como una legión de hormiguitas de color gris verde que hubieran sido expulsadas de su hormiguero. En algunos sitios formaban columnas, en otros grupos informes. En algunos sitios corrían hacia una oscura trinchera, en otros estaban en el suelo, inmóviles.

- ¡Que te muevas coño! ¿Es que estás sordo?

¿Sordo? Jean se preguntó si de verdad estaba sordo. Tal vez si, aunque por otro lado podía oír perfectamente los secos estampidos de los obuses, el tableteo de las ametralladoras y el grito aterrador del asalto alemán. El silbato volvió a sonar, allí adelante. El teniente guiaba a la unidad. Jean volvió a correr, y pronto se lo tragó de nuevo la trinchera.
De nuevo el hedor, de nuevo el barro de las paredes, cubriendo de gris los tablones, y de nuevo aquella sustancia viscosa y amarga, por lo demás indefinible, cubriendo el suelo. Era como la otra trinchera. O Casi. Había algunas cosas distintas, casi imperceptibles. Aquí unos trozos de madera, más adelante unos tablones sobre el suelo. Luego una apertura oscura que llevaba a un túnel de aspecto aterrador. Aquella trinchera tenía características que Jean no había visto hasta entonces: un escalón. troneras y parapetos en su lado este, un recorrido en zigzag, nunca en línea recta. Un fusil tirado en el suelo. Aquello era la primera línea. El lugar de la matanza. Siguió corriendo durante una eternidad, mientras breves retazos de realidad se pegaban a su conciencia.
El silbato siguió insistiendo. La artillería parecía haber remitido.

- Vamos ¡Vamos mierdecillas! Su artillería calla, están en la trinchera, debemos sacarlos de ahí ¡Corre mamón!

De nuevo Jean había dejado de correr y de nuevo un empujón del sargento lo había devuelto a la realidad. Delante no había nadie. La trinchera giraba a derecha e izquierda. Se habían rezagado del resto de la compañía y a los demás, que corrían tras el silbato a unos pocos metros por delante, no se les veía. Jean corrió de nuevo, notó como sus pulmones se encogían por el esfuerzo de correr de aquel modo en medio del hedor. Notaba los pies húmedos, la cosa viscosa había logrado colarse por alguna rendija de sus botas y le empapaba los calcetines. Giró hacia la derecha siguiendo la trinchera y casi tropezó. Había algo tendido en el suelo. Era un cadáver. No tenía cabeza. Jean notó que dos gruesos regueros de lágrimas le corrían por la cara, seguramente dejando dos cañones de piel limpia en medio de la mugre. De nuevo el sargento lo empujaba y de nuevo el silbato insistía. Allí había cientos de cadáveres. Tumbados boca abajo, boca arriba, de lado, destripados, mirándolo sin ojos, sin piernas, rojizas manchas de gelatina... Las arcadas pudieron más que él y Jean vomitó el desayuno, eso si, sin dejar de correr

- ¡Vamos, nenas de mierda! Vomitad cuanto queráis pero no os detengáis ¿Adónde creíais que veníais? ¿A la feria?

¿La feria? Aquello no era una feria, era un circo. Jean sentía un miedo atroz en medio de aquel espectáculo de locos ¿Cómo podía suceder algo así? Habían hablado a menudo de la guerra en casa, como algo heroico, no aquella matanza tan espectacularmente sin sentido. La boca del estómago contraída, notaba unas horrorosas ganas de cagarse y mearse allí mismo, pero se aguantaba. El sargento no lo dejaría parar. Tras el sargento venían quince hombres más, seguidos por otro sargento. Siguió corriendo, pisando cadáveres, harapiento ya mental y físicamente tras apenas diez minutos de aquello. Tenía apenas dieciocho años.
El silbato sonó de nuevo y paró bruscamente. El escándalo de los gritos, los disparos y las ametralladoras se antojó silencio al callar el silbato ¿Estaban los alemanes tras la siguiente curva?

- ¡Quietos todos! –Bramó el sargento- tenemos a los putos boches encima.

Varias sombras inmensas se alzaron sobre el parapeto este de la trinchera, justo por detrás del sargento. Eran enormes vistos desde allá abajo, con sus capotes al viento y sus cascos metálicos. Debían de ser... muchos. Jean los vio descargar sus fusiles dentro de las trincheras y soltarlos. Armados con cuchillos y palas, saltaron sobre ellos.
Jean vio la cabeza del sargento Periers partida por una pala, rezumar sustancia gris y rosa. Jean oyó los gritos del otro sargento al final de la hilera, animarlos al combate, los gritos de los alemanes, los gritos de sus compañeros, sus propios gritos de terror, que salían de lo más profundo de su alma animal. Se abalanzó hacia delante, corriendo hacia el enemigo con la bayoneta al final de su fusil, gritando como un demente, babeando los restos de su vómito y llorando de terror y desesperación.
Aquello era como una pesadilla. Sus compañeros de instrucción caían segados por el enemigo, pero otros los reemplazaban. Más soldados llegaban por el lado oeste de la trinchera ¿Más compañeros? ¡Quién podía saberlo! Franceses, alemanes, todos iban cubiertos de barro. Un alemán yacía en el suelo sujetándose un ojo medio salido de su cuenca. Otro estaba apoyado contra la pared de la trinchera, sus manos, a la altura del vientre, sujetaban el cañón de un fusil, intentando sacarse la bayoneta que tenía clavada entre los intestinos. Jean era quien sujetaba el extremo del fusil, con la mano tras la culata, lo empujaba para clavárselo más y más al alemán. Cuando se dio cuenta lo soltó lleno de repugnancia.
Inmediatamente recibió una palmada en la espalda. Un joven capitán de ojos grises y serenos lo felicitó y le entregó una pala.

- Toma, el fusil no te servirá aquí.

Jean tomó la pala sintiendo como aquella mirada de veterano lo tranquilizaba. Su miedo se fue convirtiendo en ardor guerrero y se lanzó en medio de la refriega agitando la pala como si fuera la horca para aventar el grano. Notó que el canto filoso golpeaba una y otra vez y ante él caían los cuerpos como cuando se siega la mies. Sus propios gritos lo llenaban de locura, coraje y orgullo. Vio un oficial alemán. Llevaba una cruz de hierro, como las de los periódicos ilustrados, y se lanzó contra él.
Jean Martín cayó aquel día, defendiendo la trinchera de “la souriciere”, no lejos de Verdún, muerto a palazos.

*-*-*-*-*

Saludos.

Koenig
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Tarde o temprano, tenía que volver. ¡Gracias!
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andromaca



Registrado: 13 Ene 2007
Mensajes: 2446
Ubicación: Zaragoza

MensajePublicado: Dom Dic 23, 2007 4:19 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

¡a gwerto! Wink
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Cuanto más grande sea la prueba,más glorioso será el triunfo.
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cavilius
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Registrado: 15 Oct 2006
Mensajes: 14865
Ubicación: Kallipolis

MensajePublicado: Dom Dic 23, 2007 11:09 pm    Tí­tulo del mensaje: Responder citando

Córcholis y repámpanos, Koenig, qué realismo. Ý pobre Jean Martin, en lugar de matarlo una bala le mató una pala.

Congratuleisions.
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Otros pueblos tienen santos, los griegos tienen sabios.
Friedrich Nietzsche
La vida solo puede ser comprendida mirando atrás, pero solo puede ser vivida mirando adelante.
Søren Kierkegaard
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